domingo, 3 de febrero de 2008

Nunca supe que poner


La enfermedad del pensamiento

en la trágica comedia de sus básicos movimientos,

componía el sopor de una mediocre sonrisa.

¡Y yo! que atormentaba el adormecido aliento,

teñido de olor vainilla y con los dedos

reposados en colores ámbar.

Me perseguía el atardecer, nefasto y sin matices,

paseaba por los caminos escondidos,

de la caricia y su pulcritud de formas sanas,

con esa intensa mirada ufana, penetraba.

Era el sigiloso e indeseado amanecer, que me expulsaba

del peligro nocturno de sus coquetas bocanadas.

¡Ahí verás! como se tumba y arrastra, meciendo la zaga

de su identidad ausente.

Reformando sus discursos coloquiales

Con seres inherentes al puro sentimiento

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